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Inquietud

Longevo idilio tenemos con la estabilidad. Los humanos nos hacemos la falsa idea de que la naturaleza de nuestro mundo ha de ser gentil con nosotros y habrá de obsequiarnos décadas enteras de prosperidad. Difícil es, pero muy necesario, aceptar que el porvenir es cambiante como una hoja a merced del viento. Harto sufrimos porque la proyección de nuestro futuro se derrumba con apenas un minúsculo cambio en las circunstancias. Lo que ayer era un hecho cotidiano, pasado mañana puede devenir en mito.


¡Milenios enteros se lleva soñando con el paraíso! Existe en casi toda religión la promesa de que habrá, en esta vida o en otra supuesta, una eternidad estable y colmada de alegría. Ello es porque, por nuestra propia condición humana, jamás podremos alcanzar el total y perpetuo equilibrio. La vida es movimiento; el movimiento excluye per se el equilibrio. Por lo tanto, mientras se esté vivo, se estará apartado de la estabilidad longeva. Llevamos toda nuestra existencia persiguiendo metas lejanas porque en ellas ocultamos nuestros deseos de procurarnos un edén. Aquellos afortunados que las cumplen todas terminan por sentir, una vez haya sido gozado el triunfo, un vacío en el significado de la vida. Porque estamos vivos, siempre habremos de necesitar un problema por resolver, por más pequeño que sea


Velando por la salud de la psique, mejor es aceptar que poco o nada de nuestras circustancias está blindado contra el cambio. No hay nada de malo en la volubilidad. Tanto más de provecho, reconocer la veleidad de la Existencia ha de armar el espíritu y prepararlo para sortear la incertidumbre, que puede llegar a resultar hermosa, del porvenir.

 
 
 

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